miércoles, 1 de diciembre de 2010

La realidad y su doble: De la neo a la postelevisión


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Gérard Imbert

La realidad y su doble: De la neo a la postelevisión

Junio 2006


         Si alguna función social tiene la televisión es, sin lugar a dudas, más que reflejar la realidad objetiva de la sociedad, ser el espejo de sus imaginarios, el punto de confluencia de nuestras filias y fobias, de las tensiones e incluso contradicciones colectivas, pero en ningún caso una reproducción fiel, literal, de la realidad, por mucho que la telerrealidad pretenda ser “como la realidad misma”.
         Es más, parece como si la televisión volviera cada vez más las espaldas a la realidad, para recrearse en una representación espectacular –casi irrealista– del mundo, en particular en los reality shows y los programas de entretenimiento: y lo hace o de manera hiperdramatizada, o, al contrario, mediante una desdramatización sistemática, con derivas hacia una representación esperpéntica y a menudo grotesca de la realidad.


I. De la neo a la postelevisión: el juego con la realidad

         A primeros de los 80, Umberto Eco acuñaba el términos neo-televisión, en ruptura con la paleo-televisión, para referirse a una televisión que dejaba de ser “ventana al mundo” para crear su propio mundo: un mundo cercano, aparentemente sin mediaciones, lugar de una “transparencia perdida”, espectacular y eufórico, donde todo cabe, sin contradicciones, un mundo donde emerge un nuevo sujeto, protagonista del juego televisivo: el hombre común, en contraposición con el experto y el hombre político; un mundo, por fin, en el que la televisión se contempla en su propio espejo.

        

En esta oferta de realidad, obviamente, el entretenimiento ocupa un lugar preferente, pero no como valor añadido, sino como pilar de la representación televisiva, y lo lúdico hace de nuevo imaginario post-moderno.

         Es la época gloriosa de los “programas-contenedores”, donde entretenimiento y debate coexisten, la multiplicación de los reality shows de primera generación, que recrean la realidad como en un laboratorio, la emergencia de los talk shows donde se libera el habla, se verbaliza el dolor, se ventilan los secretos de alcoba.

         La televisión, a vueltas con una oralidad de corte claramente pre-moderno, liberaliza el discurso, levanta más de un tabú (en torno a la violencia doméstica, entre otros), parece volver a lo real, a lo profunda e irreductiblemente humano: el dolor y la alegría, lo eufórico y lo disfórico, grandes categorías que estructuran nuestra relación sensible con el mundo.

         Con la irrupción de la telerrealidad, a finales de los 90, se abre otra etapa: después de la espectacularización del mundo, viene la espectacularización del individuo, de lo vivencial. Los realities de segunda generación, tipo Gran Hermano, instauran lo relacional como nueva categoría referencial: lo que interesa no es lo que pasa –en términos de acción narrativa–, sino las relaciones internas que establecen los concursantes, sus constantes estrategias de negociación, la permanente construcción/deconstrucción de su identidad.



         La neo-televisión se recreaba en un juego con la realidad: la creación de una realidad sui generis –ni auténticamente documental ni del todo ficticia– al modo de Gran Hermano, un “entre-deux” entre realidad y ficción, pero simulando, mediante el directo, la realidad vivencial. Se sacralizaba así una nueva forma de cotidianidad (al margen de las comunidades existentes), generada en y por el medio y donde el principal envite era revelar su identidad “verdadera”, “realizarse” como sujeto, en este caso sujeto televisivo.

Dentro de una relación redundante y bastante narcisista, se trataba de “ser uno mismo” o, para ser más exacto, “jugar a ser sí mismo”. La intimidad ha sido el nuevo referente que ha invadido casi todos los géneros, creando formatos y fundando una nueva categoría “informativa”: la actualidad rosa…
         Hoy, la televisión ha dado un paso más, con la multiplicación de juegos-concursos y programas de entretenimiento, se acentúa el cariz lúdico de la comunicación televisiva y se producen profundas mutaciones dentro del régimen de visibilidad: hemos entrado en la postelevisión. Después de la telerrealidad, viene la tele-identidad.

                 
II. De lo lúdico a lo ficticio
        
La postelevisión ha dejado de ser un lugar de afirmación de la identidad: de una identidad estable, de corte patrimonial, resultado de un proceso histórico y fruto de una adquisición social, para convertirse en un espacio lúdico, de juegos de identificaciones; identificaciones puntuales –lo que dura un programa, una serie, un juego-concurso, un reality show–, efímeras (que no comprometen, ni histórica ni simbólicamente hablando), inestables, permutables, en constante renovación al filo de la evolución de los formatos, en la intersección entre lo real y lo lúdico.
        
Retomando el análisis de François Jost (2005), cuando nos dice que “todo género reposa en la promesa de una relación con el mundo, cuyo grado de existencia condiciona la creencia del espectador”, podríamos distinguir entre lo que el autor llama el mundo real, el mundo ficticio y el mundo lúdico. “La telerrealidad, nos dice Jost, se desmarca ostensiblemente de la ficción, fundándose en la promesa de una restitución sin igual de la realidad”. El mundo ficticio, en cambio, se rige por la convención, se basa en una verosimilitud sobre la que no nos hacemos ilusiones… En cuanto al mundo lúdico, “es un tercer mundo que supone el respeto a determinadas reglas y que, sin embargo, encuentra a veces su verdad en el mundo real: el juego”.

Y Jost cita programas de nuevo cuño, que escenifican situaciones socialmente inverosímiles pero ancladas en un contrato de verosimilitud (una verosimilitud propiamente televisiva): “un hombre que se hace pasar por panadero y que tiene que cocinar en unos minutos  una pasta de pizza (Qui est qui?); una mujer que camina por una viga, a diez metros del suelo, con una venda en los ojos (Fear factor); un marido que debe adivinar el plato preferido de su esposa (Les Zamours). El primer caso obliga al candidato a interpretar un rol, como en la ficción, pero con la diferencia de que su gesto será juzgado como verdadero o como falso y no sólo en función de de su apariencia (como ocurriría en el caso de un actor), sino en referencia a su situación profesional real. El placer que el segundo caso produce en el espectador deriva del hecho de que éste no se encuentra ante un acróbata, como ocurriría en una película, sino frente a un amateur quien, sin embargo, no corre más riesgo que un actor debido a las múltiples precauciones tomadas por la producción. Finalmente, el tercero reposa sobre una serie de respuestas tan arbitrarias como las preguntas y donde la verdad se juzga en función de lo que cada uno cuenta de su vida.” Y concluye Jost: “El mundo lúdico es, pues, un intermediario entre el mundo de la ficción, cuyas reglas toma prestadas, y el mundo real, que entrelaza de manera diversa al jugador con el mundo del juego”.




        

         Nuestra hipótesis es que la postelevisión, en su modalidad de entretenimiento, en especial en los juegos-concursos con meta (artística, de supervivencia) y pruebas (ya sean físicas, ya sean psicológicas), se desenvuelve en una lógica de la identificación, más que de la identidad, que es más propia del juego que del mundo real, aunque se desenvuelva en un marco real (Supervivientes) o pretenda recrear situaciones “reales” de convivencia (La Granja), pero escenifican acciones impensable en la vida real, y que esto nos aproxima cada vez más hacia la ficción.

         Sin duda, con esto, se supera el modelo presuntamente real, basado en una realización de la identidad, plasmado, en los programas tipo Gran Hermano, con su enorme redundancia, un “sea Ud mismo”, que no puede sino desembocar en la ficción: ¿cómo ser uno mismo cuando el entorno impuesto rompe con todas la referencias históricas que originan la identidad del sujeto? Se pasa así a unos juegos con la identidad, donde se trata precisamente de ser otro.


III. La postelevisión: el juego con las identidades

        
         La postelevisión rompe con esta lógica identitaria y se recrea en un juego con las identidades o, dicho de otra manera, y retomando la distinción de Michel Maffesoli, las identificaciones. Lo vemos en los realities de supervivencia (Supervivientes, La Granja) o los de nuevo cuño (Préstame tu vida en España, Le château de mes rêves en Francia, donde se intercambian papeles, Bachelor, Black/white, donde los blancos se ponen en la piel de los negros y vice-versa, o Extreme makeover en Estados Unidos, donde uno/una puede cambiar de rostro mediante cirugía plástica).


Aquí, la finalidad ya no es ser uno mismo, sino ser otro: superarse a sí mismo, alcanzar metas a primera vista imposibles, identificarse con un papel inhabitual, permutar los roles, todo ello haciendo caso omiso del sentido del ridículo, del pudor, de la integridad, en una palabra: de la imagen pública; hasta, a veces, renegar de sí mismo, de su propia dignidad, como ocurre en El rival más débil.
        
Estamos, pues, ante un juego que no compromete la identidad profunda, sin duda porque no estamos en la realidad: como en los juegos de rol, el marco es real, pero el rol prestado. Si en los realities, lo que estaba en cuestión era la identidad del sujeto, la puesta a prueba de su capacidad de aguante frente a los demás –un estar a la altura de sí mismo–, aquí se trata de prestarse a un juego de identificaciones, con unas identidades de prestado, integradas a un dispositivo narrativo, con sus metas precisas, sus pruebas definidas, su marco de actuación, donde todo está orientado a conseguir lo que la propia televisión manda, los objetivos que asigna, las metas que define. “Haga lo que le manda la televisión”, así es como podríamos definir estos programas.

         Si los programas como Gran Hermano se empeñaban en recrear una ilusión de realidad, aquí estamos en una convención cercana a la de la ficción, en la creación de una ilusión de identidad: uno es otro dentro de un marco real (que reúne todas las condiciones de la realidad, sin ser la realidad), aunque sea fingiendo, “actuando”. Aquí, obviamente, ya no imperan las categorías (simbólicas, morales) del mundo real: no se trata de ser auténtico, ni de actuar conforme a la verdad, sino de adaptarse al rol asignado, de conformarse con el papel: de aparentar ser ese otro al que uno pretende identificarse, durante la prueba; juego de formas, más que de fondo, en el que uno se funde con el otro.

         A partir de ahí, todas las situaciones son contemplables, todas las identificaciones posibles, en un juego con lo prohibido, la tentación, pero también lo imaginario, lo que he llamado lo increíble (todo cuanto rompe con la convención representacional: con la verosimilitud sobre la que se basa todo el relato moderno).

         Incluso el pacto de verosimilitud puede llegar a basarse en el engaño, cuando el concursante no está al tanto de la identidad de uno de los concursantes. Ahí estaban programas como Confianza ciega, que ponía a prueba la fidelidad de las parejas, introduciendo actores en los papeles de presuntos amantes, que seducían a un miembro de la pareja sin que el otro tuviera conocimiento del subterfugio… O, más recientemente, en Francia, programas como Greg le Millionnaire (derivado de The bachelor), en el que un hombre busca su elegida entre un “harén” que le proporciona el programa, las recibe en su lujosa mansión, las invita a lugares de ensueño, pero éstas ignoran que, en su vida real, “el millonario” no es más que un modesto albañil, lo que no evita que para superar la prueba las mujeres tengan que pasar por pruebas no muy gratificantes, como barrer una cuadra…

         El recurso alcanza su punto álgido en los programas de cámara oculta, tan en boga últimamente, donde se lleva todavía más lejos este “engaño consentido”.
         En todos estos ejemplos, estamos ante un sujeto construido en/por la televisión, que se mueve dentro de un universo de valores y una esfera de acción que poco tienen que ver con los reales, dentro de unos procesos lúdico-ficticios de construcción/deconstrucción de la identidad: identidades prestadas, llamaremos a este juego de identificaciones típicamente posmoderno.

Con esto, la postelevisión ha dejado de ser un lugar de afirmación de la identidad: de una identidad estable, de corte patrimonial, resultado de un proceso histórico y fruto de una adquisición social, para convertirse en un espacio lúdico, de juegos de identificaciones; identificaciones puntuales –lo que dura un programa, una serie, un juego-concurso, un reality show–, efímeras (que no comprometen, ni histórica ni simbólicamente hablando), inestables, permutables, en constante renovación al filo de la evolución de los formatos, en la intersección entre lo real y lo lúdico.



         Nuestra hipótesis es que la postelevisión, en su modalidad de entretenimiento, en especial en los juegos-concursos con meta (artística, de supervivencia) y pruebas (ya sean físicas, ya sean psicológicas), se desenvuelve en una lógica de la identificación, más que de la identidad, que es más propia del juego que del mundo real, aunque se desenvuelva en un marco real (Supervivientes) o pretenda recrear situaciones “reales” de convivencia (La Granja), pero escenifican acciones impensable en la vida real, y que esto nos aproxima cada vez más hacia la ficción.


IV. La realidad y su doble: el juego con los códigos

         En estos juegos –con la realidad, con la identidad– la lógica de la reproducción (la función referencial de la televisión) deja paso a una lógica del simulacro, de corte lúdico, a la creación de un mundo auto-referente, con sus propias reglas, que se aparta del mundo real y trae consigo sus propios valores: un universo simbólico en el que lo que impera es la lógica del medio, el construirse como sujeto de acuerdo con una estrategia del aparecer más que del ser. En ese mundo, la actuación se adecua al medio y la performance del sujeto no se mide por su competencia (su saber, su experiencia) sino por su capacidad de adaptación al medio, a veces hasta el cinismo (ahí están los personajillos de la farándula y del cotilleo y los antihéroes del día: Lecquío, Pocholo y cía). Uno, entonces, se pregunta:

         ¿Habrá una tal insatisfacción ante la realidad social, política, existencial, como para recrearse tanto en su doble? ¿Una decadencia tal de los valores públicos como para promocionar valores al margen de la esfera pública, reservados a ese no man’s land que es la televisión: una tierra (aparentemente) de nadie, porque es (presuntamente) de todos?



        
¿Cómo explicar, si no, la omnipresencia, en la televisión actual, de los números de imitación, parodia, el gusto por el travestismo, la caricatura? Esta tendencia a crear mundos paralelos (lo mismo que hay una actualidad paralela: la actualidad rosa), que se acercan a los “mundos posibles” de la ficción –hoy reconvertida en juegos de rol–, queda patente en la eclosión de un nuevo tipo de entretenimiento: los programas nocturnos de “cachondeo”. El late show, con el modelo asentado por Crónicas Marcianas, ofrece un juego con los códigos (expresivos, estéticos, morales), una representación grotesca, deliberadamente paródica, de la realidad; o, para ser más triviales, que tiene que ver con lo freak, esto es, un deleitarse en los aspectos insólitos, atípicos, anómicos incluso y, en ocasiones, monstruosos (el gusto por lo deforme). Estamos ante una estética de la deformación, característica de la era neo-barroca, como la ha llamado Omar Calabrese, que enlaza con lo grotesco.
        
Contrapeso contra la estética del buen gusto -de lo bello, de lo sublime- y los valores políticamente correctos, lo grotesco denota en efecto un gusto por la deformación: funciona como espejo deformante de lo social, y se traduce por una tendencia a la exageración, la extravagancia, el detalle insólito, la manifestación aberrante, todo cuanto introduce ruptura, desequilibrio, en la representación de la realidad, expresando una fascinación por el desorden (una desordenación de la realidad).


Crónicas Marcianas se inscribía plenamente en esta línea: polemización sistemática de la actualidad (tanto rosa como seria), teatralización del intercambio, dramatización y crudeza verbal, búsqueda de lo escandaloso, atracción por lo monstruoso (literal y simbólicamente hablando: no por nada uno de los animadores era un enano), en fin, todo cuanto expresa una de-formación de la realidad, con una propensión acentuada a la imitación burlesca. De ahí el lugar ocupado por la parodia como “mundo al revés” y por los números de imitación, en forma de travestismo, protagonizados por Carlos Latre o Boris Izaguirre –lo que he calificado, jugando con las palabras, como el “transformismo televisivo”.
        
Es de destacar, también, la tendencia al desdoblamiento: Javier Sardá, el conductor del programa, jugando continuamente con un estar dentro/fuera de la representación, pasando de un rol de poder a un papel de testigo más o menos benevolente; Boris Izaguirre, alternando discurso racional-crítico y actuaciones paródicas, entre bufón grotesco, insolente, disidente, que siembra la discordia, y “hombre de placer” cortesano, fiel lacayo del rey Sardá, que controla el exceso. Amen del papel de bufones que desempeña la verdadera corte de co-presentadores que rodea a Sardá. Como en la Edad Media, bufones y payasos son vehículos de comicidad y consagración del principio carnavalesco que rige en la vida cotidiana.



         Por fin el programa ha sido el lugar de mostración de un cuerpo grotesco: cuerpo de máscaras, del disfraz -con su función carnavalesca-  y cuerpos de apósitos, de prótesis siliconadas, de las que venía ahí a exhibir sus protuberancias, auténticos nuevos monstruos de esta parada televisiva.

Esta carnavalización del espectáculo televisivo, mediante lo grotesco, nos sitúa más allá de lo verosímil, en un espacio que, por supuesto, ya no es el de lo informativo (el espacio de lo verdadero: de los hechos) -a pesar de la presencia de referencias a la actualidad-, ni tampoco el espacio teatral (el de lo verosímil, de lo creíble, basado en convenciones): estamos aquí en el simulacro total, que afecta a contenidos y formas y diluye fronteras, en particular entre lo placentero y lo repulsivo, entre lo bello y lo feo; espacio de la performance pura, que se realiza y se acaba en su propia actuación, en el que lo increíble es la condición misma de la existencia de la realidad representada.

Exhibición (en lo referencial), desmesura formal (en el mostrar), lo grotesco opera el paso de lo informe a lo deforme y, eventualmente, monstruoso. Lo hace en clave dramática: las aberraciones que aparecen en los talk shows, o en clave burlesca, las “barbaridades” que hacen, o dicen, los protagonistas de Crónicas Marcianas. Hay, aquí, una domesticación de lo deforme -de lo socialmente homologado como malo, feo, monstruoso- que, mediante su exhibición carnavalesca, lo convierte en grotesco, anulando así, ¿o superando?, el horror, lo siniestro.

¿Estética de lo cutre, en sustitución de una estética de lo sublime? Crónicas Marcianas se movía en ese no man’s land, entre lo informe -la pérdida de las formas originales, la degradación de los valores (pudor, honor, integridad)- y lo deforme, [las formas no reconocibles, vinculadas a lo anómico (lo irreconocible-inaceptable)] el gusto por la monstruosidad.


Conclusión
         Ante estas derivas, ¿Qué conclusión sacar?
-         ¿desgaste de lo real y de sus representaciones?
-         ¿negociación con la realidad, con el otro, como ocurre en los
realities?
-         ¿Manera de dar la espalda a lo real, para conjurarlo, exorcizar su
parte maldita?
-         ¿Simples estrategias de evasión?

En fin ¿Qué queda de lo real en la televisión actual?
¿Marca esta presunta transparencia la muerte del relato tradicional o
la emergencia de nuevas formas narrativas?
-         Una narrativa en la que ha desaparecido el narrador como figura
visible para dejar paso a “instancias narrativas” (presentadores, concursantes, como nuevos protagonistas del juego televisivo),
         - un relato en el que los personajes no tienen historia, llegan al plató vírgenes de todo pasado, para construirse como personajes en el medio,
         - donde los lugares son “no lugares”: impersonales o universales (el “estilo Ikea” de las casa-estudio de GH), lugares de paso, de puro tránsito –neo-lugares, como los he llamado– donde se cruzan unos y otros de manera efímera.
         - donde, por fin –para retomar las categorías narrativas canónicas–, el tiempo se ha abolido: es puro presente, tiempo transitivo, sin tempo casi.
         - y la estética es una estética de la repetición.

Cuando han desaparecido las instancias narrativas y la comunicación ya no se hace a dos bandas, queda el flujo, la comunicación ininterrumpida: una televisión parlanchina, que perora más que habla, pero que no deja de ser graciosa.
La caricatura de este modelo comunicacional sería Caméra café, donde el narrador ha sido sustituido por una máquina de café: una televisión webcam, que ya había inventado, hace años, una familia holandesa, colocando una cámara dentro de su nevera.
¿La conversación como último recurso? Pero, ¿qué pasa cuando la nevera está cerrada o la máquina de café sin servicio? ¿Sigue la vida o la televisión habla sola? Esa es la pregunta…




1 comentario:

  1. siento curiosidad acerca de su opinión de como esto repercute en la sociedad, donde el espectador medio consume estos productos sin ningún tipo de espíritu crítico, asumiendo lo que sucede en la caja sin más. Y de como muchas veces cuesta creer en la veracidad de ciertos contenidos que se venden como realidad como los programas de MTV, "parental control" o "cita para tres".

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